lunes, 21 de abril de 2008

Enrique

En consecuencia de los múltiples movimientos circulares que producía el pequeño, el ambiente comenzó a variar sobre espejismos invisibles.
No era un estado creado por él, sino por el mundo. Este se había permitido tomar un respiro interminable a los ojos de Dios, insignificante ante cualquier alma efímera, y se había instalado en aquella cruda estancia.
El niño no cesaba de contornear su cuello, su cuerpo, sus brazos. De cada poro de su piel surgía una forma extraña que plasmaba el color de la energía, la pureza e inocencia de cada uno de sus gestos.


Su risa eclipso a la Luna, quien bajo un segundo a observarlo, escondida tras el umbral.
El sol se cegó con cada uno de sus rayos de alegre brutalidad, y decidió huir hacia el otro hemisferio antes de tiempo.
Solo fueron unos segundos para mi, un universo entero para el viejo mundo, que cuando cerro los ojos almaceno todas y cada una de las experiencias y las almaceno en cada nueva hoja de todos los bosques de su piel.






Poco después el niño paro de reír, jugar, saltar. Se inclino junto a mi y en silencio me miro.
Incapaz el mundo de volver, de saber lo que
trasmitían aquellos ojos pardos llenos de sabiduría y credibilidad infantil.